martes, 9 de septiembre de 2014

YOGA INTEGRAL - Antonio Blay - part 3

BHAKTI-YOGA

LA CULTURA DEL NIVEL AFECTIVO

 yogui en postura de meditación
Hemos visto que el aprovechamiento de la energía de nuestro organismo tiene una gran importancia porque de él depende la cantidad de energía vital disponible para utilizarla en nuestras actividades. Además, porque el buen funcionamiento del cuerpo es absolutamente necesario para poder pensar con claridad, para podernos desenvolver psíquicamente bien; y porque del cuerpo, en parte, depende nuestra capacidad de sintonía y de contacto con el mundo exterior. El cuerpo es nuestro mecanismo de impacto, de expresión, en nuestra relación con el mundo físico. Y cuanto más afinado, más dúctil y más a punto esté nuestro organismo físico para responder tanto a los estímulos exteriores, como a los impulsos que brotan de nuestro interior, más correcto y perfecto será nuestro funcionamiento en el plano psíquico.

Pues bien, si el cuidado por el perfecto funcionamiento del cuerpo es muy importante dentro del conjunto de nuestra vida, todavía lo es muchísimo más la higiene del nivel afectivo. Digo esto porque el cuerpo puede, a veces estar indispuesto. Es más, llegará un día en que forzosamente decaerá y su capacidad será cada vez menor en todos sentidos. Nadie puede verse del todo ajeno a las enfermedades, quizás motivadas por accidentes o por otros hechos que escapan a nuestra voluntad. Siempre es una desgracia, pero hemos de saber que es posible vivir interiormente bien aunque el cuerpo funcione mal, porque el hombre, para el logro de su plenitud y realización interior, no depende necesariamente del cuerpo. En este sentido es incomparablemente más importante el cultivo de la vida afectiva que el cuidado corporal.

El noventa y cinco por ciento de nuestros sinsabores tienen su origen en el nivel afectivo; son disgustos familiares, profesionales, con los amigos, etc. Incluso cuando nuestra mente no es suficientemente ágil y no ve las cosas con la claridad y profundidad necesarias, hemos de buscar la causa en el nivel afectivo, más que el nivel mental.

Si nuestra afectividad funciona bien, tenemos los cimientos más sólidos para vivir bien, aunque el cuerpo estuviese en ruinas. Evidentemente entonces el cuerpo no podrá servirnos de ayuda para movernos en el mundo físico, para hacer las cosas que requieren fuerza y energía física. Pero en orden a nuestra plenitud y realización interior, el nivel afectivo está muy por encima del nivel físico.
El principal desorden que hay en nosotros radica en nuestro nivel afectivo; alrededor de él giran los problemas más graves que nos afectan personalmente. Un caso muy representativo de lo que decimos es el de nuestros impulsos y nuestra afectividad inhibida. Cuando reprimimos o inhibimos nuestros impulsos y nuestra afectividad espontánea, sin descargarnos luego, vamos deformando la perspectiva, la idea que tenemos de nosotros mismos. Por ejemplo, en un momento dado sentimos que nace en nuestro interior un impulso afectivo hacia una persona determinada, y, por timidez, por temor a no ser aceptados, o tal vez porque nos parece que se opone a la idea que nos hemos formado de nosotros mismos, o a los reglamentos sociales, reprimimos ese impulso, tratando interiormente de negarlo. Al hacerlo así la energía de ese impulso queda retenida, atada a la idea prohibitiva que nos hemos impuesto. Y la idea pesimista de nosotros mismos, o la validez que tiene el reglamento social para nosotros se ve reforzada. Esta idea será en lo sucesivo una barrera más fuerte que nos impedirá la expansión y circulación de nuestra energía afectiva. Este es un ejemplo de cómo nacen y crecen los problemas de origen afectivo. La presión interior que se acumula de este modo está construida con emociones, sentimientos, afectos que quedan frustrados, retenidos y que alteran por completo nuestro funcionamiento normal. Con lo dicho se entenderá mejor la importancia que tiene la vida afectiva en el conjunto de la personalidad.

Nuestra vida afectiva es el eje para tener una correcta perspectiva de nuestra propia personalidad. Como estamos siempre pendientes de nuestra afirmación en el mundo, de nuestra aceptación por los demás e incluso por nosotros mismos, hacemos que toda nuestra persona dependa de nuestro nivel afectivo, de nuestro estado emotivo.

Toda la gama de deseos, temores, ambiciones, aspiraciones, está formada por modalidades de nuestros sentimientos básicos. Poder arreglar la vida afectiva es poder solucionar de una sola vez el noventa y cinco por ciento de los problemas de nuestro psiquismo.

COMO ORGANIZAR NUESTRA VIDA AFECTIVA

Lo primero que le hace falta a nuestro nivel afectivo para funcionar bien es tener un norte, una polaridad, una orientación básica, un eje alrededor del cual se estructure. Porque ocurre que en nuestra vida afectiva hemos ido agrupando series y cargas de afectos alrededor de objetos completamente diferentes. Y hemos formado así una red de centros de afectividad desarticulados, inconexos, de la que a veces nacen unas tendencias y otras veces otras, con frecuencia en contraposición las unas con las otras. Queremos justificar la buena opinión que se tiene de nosotros como personas rectas y exigentes del deber; pero queremos también ayudar a los demás, siendo dúctiles y aún cediendo a las exigencias que nos habíamos impuesto; deseamos recibir la aprobación de los compañeros y además la de los superiores, etc. Vivimos siempre en tensión porque nos empujan o tiran de nosotros varios tipos de afectos que no parten del mismo sitio ni tiene igual meta. Y es que se ha ido estructurando cada uno con entera independencia de los otros. Y esto produce en nuestro interior una anarquía de sentimientos y de impulsos, que se traduce en anarquía mental y se refleja luego en una conducta llena de contradicciones. Si no hay unificación en el objetivo, la mente no trabaja tampoco unificada y la conducta no puede salir de ningún modo organizada y unida.

Es preciso que exista una estructuración de la afectividad basada en un principio que sirva de apoyo y de objetivo. Para cubrir este objetivo básico del nivel afectivo tenemos que buscar cuál es realmente el amor principal, el afecto básico del cual derivan y al que se subordinan todos los demás. Si no conseguimos trazar este esquema claro de valores afectivos, no pretendamos querer organizar nuestra vida afectiva, porque lo único que haremos será barajar datos, pero no ordenarlos. Para establecer un orden hay que tener un criterio de ordenación y este criterio ha de partir de algo que tenga prioridad de valores. Si no hallamos el valor fundamental que nos sirva de orientación, es inútil todo trabajo.
Hemos de buscar cuál es el amor básico, el amor principal, al que se subordinan y del que dependen todos los demás tipos de afecto que existen en nosotros.

El amor supremo

Yo diría sin vacilar que nuestro amor fundamental es el amor a Dios. Pero puede ocurrir que a algunas personas la palabra Dios les evoque resonancias interiores poco agradables, más bien tristes, debido a asociaciones afectivas que les hacen relacionar esta palabra con épocas odiosas de su educación. Hablo aquí desde el punto de vista psicológico. No importa el nombre, sino entender bien el concepto. En lugar de amor de Dios podemos decir amor a la verdad absoluta, al ser o al valor supremo, amor a la inteligencia cósmica, etc. Lo importante es tener una idea clara, una intuición perfecta de este objetivo.

¿Para qué vivimos? ¿Cuál es, en definitiva, lo que nos atrae y empuja en la vida? Esto es lo que tenemos que ver con claridad. ¿No es cierto que todos aspiramos a un amor superior más aún, a un amor supremo, total, último, que no tenga vaivenes, que no dependa de nada, que se baste por completo a sí mismo, que sea absoluto, el único? ¿No existe en todos nosotros esta aspiración? Pues bien, lo único que llena esta aspiración es la realidad a la que damos el nombre de Dios, que ha de atraer de un modo decidido y claro nuestra afectividad.

Es importante que entendamos que no es que el amor a Dios haya de existir por un imperativo externo, por una norma de moral, porque se nos ha dicho que tiene que ser así, ni tampoco porque Dios es muy bueno, se lo merece todo y nuestra obligación es amarle. No, el amor de Dios se deriva de la verdad misma de nuestra naturaleza, de la verdad de las cosas, porque de hecho todo amor, todo afecto, todo sentimiento positivo que hay en nosotros no es más que una partícula, un reflejo de este único amor que proviene de Dios.

Del mismo modo que podemos decir que toda la energía que anima nuestro organismo biológico, nuestra afectividad y nuestra mente procede de la energía suprema, del poder supremo, Dios; también es absolutamente cierto que toda nuestra capacidad afectiva es sólo una constante expresión de Dios en nosotros.

San Juan dice: Dios es amor, y el que vive en amor vive en Dios y Dios en él. Todo amor deriva de Dios porque El es esencialmente amor. No es que sea otro amor. No hay muchos amores, sino un solo amor, como hay una sola energía, como hay una sola mente. Y todas las mentes y por tanto todas las verdades, y toda la energía y por tanto todas las fuerzas, y todo el amor y por tanto todos los sentimientos positivos no son más que expresiones temporales, particulares de la única verdad, de la única energía y del único amor, que es Dios.

Cuando decimos que hemos de amar a Dios, no hacemos sino reconocer que todo, absolutamente todo nuestro amor procede de Dios y va a Dios, por naturaleza, por esencia, no por un deber arbitrario que se nos imponga. No olvidemos que los grandes deberes, así como las grandes verdades religiosas -digo las grandes, no todas las que las diversas formas religiosas imponen en nombre de la religión siempre siguen la línea de nuestra naturaleza, y están de acuerdo con ella; más aún son nuestra verdad, o de lo contrario no serían grandes deberes y verdades religiosas. No son algo que su superpone artificialmente al hombre, sino la expresión profunda de lo que realmente es el hombre y de su naturaleza procedente de Dios, pues el fundamento de la religión es simplemente el reconocimiento de estas leyes profundas de nuestra naturaleza en su relación con Dios.

Hablo así porque estamos ya acostumbrados a que nos digan «has de hacer esto o lo otro», y nos sentimos obligados a hacerlo sólo porque se nos ha recomendado y nos han dicho que es muy bueno, tenga o no tenga que ver con nuestra verdad interior. Pero lo que obliga de tal modo que merece nuestra entrega total no es nada que nos venga de fuera, sino algo inherente a nuestra naturaleza y que constituye la culminación, la perfección, la realización, el desarrollo total de nuestra naturaleza.
Hay muchas personas que se han alejado de la vida religiosa que llamaríamos oficial y externa, y en este aspecto viven en una postura de total indiferencia. Recomiendo a estas personas que no se preocupen tanto de los nombres, de las formas, ni de las ideas concretas que guardan en su memoria. Que busquen de nuevo de un modo creador, completamente espontáneo y sincero, esa intuición que hay siempre en todo hombre de algo total y absoluto, y que den a esta realidad última y primera el nombre que les resulte más agradable, más aceptable. Pero que no se cierren a estos niveles superiores que son nuestra verdadera base y nuestra razón profunda de vivir, por problemas originados en sentimientos desagradables asociados a su educación religiosa. Que despierten de nuevo a la vida religiosa, aunque ahora tenga un nombre nuevo.

Vida espiritual sólo hay una, la que brota de la profundidad de nuestro ser y se dirige a Dios. Lo demás son formas, unas mejores que otras, más adaptadas a una persona que a otra. Muchas veces necesarias, porque todos necesitamos expresar nuestra vida interior en formas concretas. Pero no hemos de depender de las formas, sino descubrir lo que da vida a las formas: el contacto interior yo con Dios - Dios conmigo. Esta relación hecha experiencia viva es la verdadera alma de la religión y de la vida espiritual. Lo demás es el cuerpo, el ropaje, la forma externa, que vale mucho, pero sólo en la medida en que conduce a esa fuente interior viviente, a esa experiencia real.

Uno mismo ha de descubrir que lo único que vale la pena amar del todo es Dios, porque lo único que constituye nuestro verdadero sostén en todos sentidos, nuestro objetivo, nuestro fin es Dios. Si pudiéramos amar de veras a Dios, si pudiéramos polarizar toda nuestra afectividad en Dios, ¡cuántos problemas desaparecerían de nuestro interior! En realidad, ¿por qué sufrimos tanto cuando somos víctimas de un desengaño o tenemos un disgusto? Porque hemos puesto nuestra afirmación personal, nuestra realidad en la aceptación social, en la idea de nuestro buen nombre, en una forma u otra de amor propio, de amor a nosotros mismos.

Cuando nos proyectamos a Dios, cuando todo nuestro amor fundamental se polariza en Dios, no hay nada que nos quite esta base, porque Dios no depende de nada. Y desde ese momento los demás modos de amar, los otros grados de amor, encuentran su sitio preciso, pues todas son entonces formas de ese amor a Dios.

Uno tiene su familia, está casado y ama a su esposa. La ama de dos maneras, pues hay dos niveles en la capacidad de amar. Por un lado el nivel personal concreto, gracias al cual se sienten unos atractivos hacia su modo personal de ser, hacia sus características concretas, individuales. Se experimenta la necesidad de que nos ame de un modo concreto y personal, y en correspondencia le damos también a ella un afecto personal en tanto que tal persona y no otra cualquiera, por sus cualidades, por todo lo que se ve y se siente en relación con ella. Este modo de amar es normal y ha de ser así. Pero además y por otro lado existe otro nivel de orden superior por el que se ama a la esposa no por ella misma, sino en cuanto expresión de ese único amor que es Dios. Es como si el amor que sentimos hacia Dios se dividiera en una serie de rayos, y así se ama a Dios, pero no sólo allá arriba, en una zona más o menos abstracta, sino que uno de los rayos de nuestro amor a Dios pasa por el fondo de la esposa, amando a Dios en la esposa. Este amor no depende entonces de sus características personales, ni de su conducta, o de su aspecto físico, ni depende de que ella corresponda o no a este amor. La amamos sencillamente porque sentimos la necesidad de amar y sentimos ser amor y que ella, incluso aunque no lo sepa o no ame, es amor. De igual modo que se ama a Dios por la atracción natural entre el amor absoluto y el amor que somos y sentimos y que busca a lo absoluto porque es el mismo amor absoluto expresado a través de nuestro ser, entrando así en la corriente del amor absoluto; se ama entonces a la esposa también dentro del circuito de ese amor absoluto: se siente la necesidad de amarla de un modo suprapersonal, impersonal, además del modo personal. Y lo que ocurre con la esposa ha de ocurrir con todo el mundo. Empezar a amar a las personas, no como tal persona singular, particular, por sus características individuales, sino porque en el fondo de todas se sabe y se experimenta -no es simplemente que se crea- esta misma profundidad del amor que se siente en sí, idéntica fuerza grandiosa, inmensa, que empuja y que se vive como amor en uno mismo y en todos, sintiéndose en ellos.

La exteriorización del amor

Cuando vivimos este amor en nuestro interior, lo captamos en los demás. Empezamos a amar el fondo de las personas, su alma, su amor. No el amor concreto personal, sino el amor sin forma, impersonal. Todas las cosas valen, son buenas, amables, merecen nuestro afecto en la medida que responden a la necesidad de buscar el bien de las cosas y que nos conducen a esa mayor conciencia de amor y de unidad. Esto es lo que sirve de valoración correcta para amar a las personas, animales, cosas, objetos, situaciones.

No es nunca la cosa en sí misma, sola, aislada. Las cosas aisladas, la belleza, por ejemplo, que puede tener una rosa es ciertamente preciosa en sí misma. Pero en realidad vivimos más la hermosura de la flor cuando sabemos intuir detrás de aquella flor singular, la hermosura total que hay más allá de la flor. La hermosura. Así, sola, en sentido absoluto. Entonces vemos una atracción, un rayo de la hermosura total reflejado en esa rosa particular, y es cuando la rosa cobra verdadero sentido. No sólo nos enamora su forma concreta, sino que vivimos lo concreto en función de lo universal. Pongamos las cosas en su sitio: amamos la rosa, pero la amamos lo mismo en el momento de iniciarse el capullo que en el de empezar a marchitarse. Vemos la expresión de la belleza y la armonía de los dos momentos y no quedamos atados a una forma singular. Ante nuestros ojos se ofrece el panorama de la belleza que se está expresando en cada fase del proceso natural.

Lo mismo ocurrirá con las personas. El hombre ya no estará pendiente sólo de la mujer joven, bonita y atractiva. Verá esto, no hay duda, y le gustará porque es estupendo y nunca dejará de serlo; pero gozará todavía mucho más, y, sobre todo, lo saboreará de un modo más auténtico, cuando vea esa belleza, esa retracción y fascinación del encanto físico de la mujer, en lo que encierra de sexual lo mismo que los matices más finos y atrayentes de lo femenino, en función de una fuerza y una belleza y una atracción absolutas que se expresan en todo. No estará pendiente sólo del tipo bonito y agraciado, sino que verá la misma belleza reflejada en diversos grados, absolutamente en todas las personas. Cada cual está expresando una nota de esta belleza. Vivirá cada cosa particular en función de lo universal. Es decir, vivirá la verdad de cada cosa.

Cuando se vive cada cosa aislada por sí sola, se está pendiente de ella en concreto y por lo mismo no se puede tolerar que falle, que se destruya. Es lo que ocurre a tantas mujeres que viven pendientes de su belleza física y han desarrollado tanto el sentido de su aceptación personal, porque les han dicho que tienen un tipo bonito y que todo el mundo debe inclinarse ante ellas, que cuando se van haciendo mayores y pierden el frescor de la juventud, viven su decadencia como una tragedia, como una injusticia, y la convierten en un drama personal. Es efecto de la cortedad de vista que nos hace agarrar a lo más superficial sin ver el verdadero sentido profundo de las cosas. Pues las formas no son más que un símbolo de la belleza que hay detrás de todo lo que existe. Las formas son indicadores, símbolos, no son nunca la realidad misma.

La realidad es la que hace que las formas sean. Da fuerza a las formas. La realidad no es nunca la forma en sí, porque la forma, por definición, es efímera, por lo tanto no puede ser la realidad. La realidad está detrás, dando lozanía y fuerza a la forma y al cambio de forma, a la creación y a la destrucción.

El amor, secreto de la libertad en la acción

Es fundamental que aprendamos a centrar nuestra vida afectiva en la realidad suprema. Y esto de un modo vivido, experimental, real; no como un sector más de nuestra vida, como algo que también hay que hacer, sino como eje de todo lo demás. Entonces es fácil ser amable y ser violento, resulta sencillo hacer lo que conviene en cada instante. Cuando no dependo de la persona, ni de la situación, hago lo que he de hacer.

Este amor es compatible absolutamente con todo: con nuestras obligaciones y con todos nuestros deberes. No está hecho sólo de mimo, de llanto y de emoción. Es un amor fuerte, duro. Es el amor que ha creado el diamante y la montaña. Es el mismo amor que destruye el universo y lo crea constantemente. Tal es la fuerza del amor. Que el verdadero amor no es una sensación emocional, con vaivenes. El amor busca la realización de lo que llevamos dentro, la plenitud de conciencia, llegar a realizar esta conciencia de unidad, que es expresión de la unidad del creador. Se trata de vivir centrados en este amor, sin agarrarnos nunca a la forma.

¿Cuándo nos vivimos más a nosotros mismos? Cuando nos expresamos, cuando hacemos cosas, cuando creemos, cuando nos entregamos. Y entregarse es hacer algo y hacer algo es deshacer también algo. Es decir, que cuando destruimos y cuando creamos, seguimos el mismo proceso; entonces nos afirmamos. Podemos llegar a vivir más la realidad suprema que es Dios cuando la percibimos detrás de los procesos de creación y de destrucción, del mismo modo que nosotros nos vivimos más a nosotros mismos en los momentos en que hacemos y deshacemos con plena conciencia. Es un sentido mucho más vigoroso, mucho más viril y más dinámico del amor del que estamos acostumbrados a oír hablar. Que también incluye el amor hecho de finezas, de sensibilidad y delicadeza, aunque éste sólo es un aspecto del amor. Lo mismo que es un aspecto del amor el rayo que cae y destruye. Hemos de sentir esta vivencia del amor impersonal que es al mismo tiempo el creador de todo lo personal y que incluye todos los matices personales.

Cuando este amor se convierte en el norte de nuestra vida, cuando cultivamos mediante la oración, la meditación, el estudio, y durante el día por la atención constante, esta vivencia interior de Dios-Amor que se expresa a través nuestro, entonces el amor surge de un modo natural en cada situación, en cada relación humana. Y cuando el amor anda de por medio, incluso las cosas más difíciles se tornan fáciles. «Ama y haz lo que quieras», eres libre.

No nos costará ser amables, ni tener paciencia cuando debamos tenerla; ni tampoco cortar por lo sano cuando convenga o hacer lo que en cada momento sea necesario. Nuestra vida afectiva se irá organizando de un modo natural, porque teniendo un eje, todas las formas particulares del afecto se van engarzando, integrando en este eje principal de amor a Dios. Entonces, como nuestra vida afectiva tiene ya un objetivo que no puede fallar, se dirige a él, y lo vivimos todo en función de este objetivo, no bajo nuestro prisma humano de buscar sólo mi satisfacción personal, aunque de paso conseguiremos también ésta, encontrando así todas las cosas su camino y su lugar exacto. Hallaremos el modo de ser amables con el chico del colmado o con la persona que nos resulta antipática. Y no porque tengamos amor nos veremos obligados a escuchar todo lo que nos quieran decir, sino que sabremos ser tajantes y violentos con una persona, sin que al hacerlo la ofendamos. Podremos defender nuestros derechos sin sentir odio ni resentimiento hacia la persona que los hiere, aunque lo haga por herirnos personalmente a nosotros.

Se trata de vivir el amor de un modo integral, compatible con todas las actitudes positivas posibles de la persona. Esto, en un orden más elemental, se traduce en: capacidad de sintonía constante con las personas, capacidad de cordialidad, de buen humor.

- Los dramas que nos parecen mayores no lo son o no lo son como nos lo parecen: al verlos en su exacta dimensión, desaparecerán.

- Aumentará el rendimiento personal, pues no haremos las cosas con la tensión de nervios como si viviéramos de un modo seco, reprimiendo toda afectividad y obrando sólo a fuerza de mente y voluntad.

- En una palabra aprovecharemos todos los momentos para vivir la realidad afectiva profunda que anima, que estimula todas nuestras funciones, incluyendo las físicas, y que nos hace vivir en un estado de euforia, no exaltada, sino serena, poderosa y libre.

Al leer estas líneas pensará el lector que descubrimos un estado interior teórico y muy difícil de conseguir. Vivirlo con toda perfección es difícil, pero empezarán a experimentarse estos efectos de un modo claro desde el momento en que empiece a trabajar para convertir este amor profundo en eje efectivo de toda la personalidad. No nos interesa teorizar, sino que proponemos técnicas y normas ya realizadas por otras personas y de resultados comprobados.

El que quiera trabajar con profundidad, que sepa ordenar su vida afectiva también de un modo profundo y total. Y si no, no siente todavía esta aspiración al amor total, absoluto, o no lo experimenta de un modo suficientemente claro, que se dedique a investigar qué es lo que siente -no lo que piensa- que le llenaría en su nivel afectivo. Y mientras tanto que procure vivir con la máxima cordialidad, con el máximo espíritu de amor generoso todas las relaciones afectivas que ya ahora tiene, primero con sus allegados más directos y después con todo el mundo.

PROBLEMAS DE LA VIDA AFECTIVA Y SU SOLUCIÓN

 yogui en gomukasana

Los problemas que plantea la vida afectiva -mirándolos desde el interior de la persona-, son principalmente la ira almacenada en nuestro interior y el miedo. Ira que da entrada al odio, miedo que induce a la huida.
Todos tenemos dentro este tipo de sentimientos, porque no hemos podido desarrollar sólo lo positivo, sino que hemos hecho crecer también la negación de lo positivo.

1. Normas de higiene sobre impulsividad, ira, agresividad, violencia:

1) Mantener a toda costa un estricto control de todo impulso violento y hostil, dirigido contra alguien, aunque estemos llenos de razón. Porque cuando nos enojamos siempre tenemos razón, por lo menos en aquel momento.
Después vemos que a veces no la tenemos, aunque algunas veces sí. No tenemos razón en el modo con que expresamos nuestra oposición, porque ponemos en ello algo que no depende de la situación sino que arrastramos de mucho tiempo atrás, cargando en la situación actual todos nuestros problemas pendientes del pasado. Por lo tanto aunque la situación objetivamente considerada sea reprobable porque se trate de algo a lo que debemos oponernos, no obstante, cometemos una enorme injusticia.
Control estricto, prohibición de manifestar toda hostilidad. Siempre que uno tenga que protestar, que se imponga la norma de no hacerlo entonces mismo, sino un momento después, cuando interiormente se haya calmado del todo. Porque entonces podrá expresar su protesta de un modo siquiera menos injusto y más adecuado. Esta es una regla de conducta que deberíamos llevar todos profundamente grabada en nuestro interior, por respeto a los demás, para no exponernos a cometer injusticias.
Una vez pasado el momento de exaltación, cuando uno se ha serenado, y sólo entonces, hablar del asunto en los términos que parezcan más justos y objetivos, censurando lo que está mal y admitiendo lo que esté bien. No pretendemos que haya que forzarse en ver como bueno lo que realmente está mal. Llamemos a cada cosa por su nombre. Se trata de vivir nuestra verdad, y la verdad no la podemos ver sin nuestro amor propio y por lo tanto nuestro nivel afectivo está alterado.

2) Practicar sesiones de descarga de impulsos reprimidos. Hay una técnica llamada «Subud» que maneja de un modo más directo los impulsos, los afectos, etc., es decir las cargas reprimidas del nivel afectivo. Describimos esta técnica detalladamente en otro de los libros de esta colección. Y figura entre las principales de nuestra obra La personalidad creadora. Aquí no podemos detenernos a explicarla.
Pero también puede llegarse a una limpieza muy grande y aun total del nivel afectivo mediante otros procedimientos, entre los que aconsejo los siguientes:

- Cultivar de un modo intensísimo la renovación constante de la entrega de uno mismo a Dios. Hacer una oración profunda, total, de la que no debe excluirse el amor propio y todas las razones y derechos que uno sienta bullir en su interior: la oración debe ser del hombre entero con todos sus problemas. No se trata de pensar ni meditar en ellos, sino de abrirse uno mismo a Dios del todo. Si es una oración cerrada sobre las propias ideas y problemas, no se consigue nada o muy poco.

- Vivir dedicado a algo exterior que uno viva como positivo, sea su trabajo, su afición u otra cosa cualquiera, entregándose a ello en cuerpo y alma. Con esto evidentemente todas las cargas negativas que lleva dentro las irá derivando y descargando a través de otro nivel, precisamente mediante su capacidad creadora y su capacidad de entrega, tanto en su relación con Dios en su vida afectiva, como en su dedicación a la actividad que sea.

II. El miedo, como negación del Amor

No hablamos del miedo que se produce en un momento de crisis, de angustia, sino de ese miedo sutil que nos hace temer una entrevista, o tener que afrontar una situación cualquiera, como escribir una carta difícil, abordar cierto tema en una conversación, decir a determinada persona una serie de verdades que es necesario no callar, etc. Este miedo en mayor o menor grado lo tenemos todos. Ahora bien, en la medida en que hay miedo no hay amor. El miedo es la negación del amor. No quiero decir que la persona que tenga miedo no ame, sino que allí donde hay miedo, precisamente en aquella zona, en aquella esfera, en aquel trozo, por decirlo de un modo gráfico, allí no hay amor.

El amor es de naturaleza centrífuga, el amor es una fuerza, una energía positiva que emana del centro hacia fuera e irradia constantemente. El temor es una necesidad de replegarse hacia sí mismo, de cerrarse, de protegerse, de consolidar algo interior porque uno se siente débil. Son dos movimientos antagónicos. Cuanto más aprenda a amar una persona, más se liberará del temor.. Hay que aprender a entregar el temor al amor. Entregar el temor es entregarse a sí mismo, pues el temor siempre es un modo de protegerse uno a sí mismo. Quien vive el amor de este modo sintonizado hacia Dios, no necesita ni puede protegerse a sí mismo. Lo que uno quiere guardar para sí no puede entregarlo. El amor exige entrega total al amor absoluto, y entrega total quiere decir un abrirse y entregarse en un acto de entendimiento y voluntad a Dios del todo, sin guardarse nada, ni siquiera la idea de la propia seguridad, y del buen nombre. Dios es inteligencia y es amor y cuando una persona se entrega a Dios, El hace justamente lo que esa persona necesita para su mejor bien en todos los sentidos. No se trata de que uno abdique de la razón; hay que mantener la mente siempre bien clara. Lo que hay que entregar es el corazón. Y el temor anida siempre en lo profundo del corazón. El temor es un sentimiento de impotencia, de inseguridad refugiado allí y uno tiene que aprender a entregar incluso esa inseguridad, a entregarse del todo, pase lo que pase, aunque se muera. Así ha de ser la actitud interior.

La persona que tiene un sentimiento de inferioridad es porque, en el fondo, teme hacer el ridículo, y por lo tanto porque quiere ser superior o no quiere parecer inferior. No porque realmente sea humilde, pues cuando uno es humilde no hay inferioridad, acepta lo que es sin más problemas. El problema surge cuando uno no acepta lo que es, sino que quisiera ser de otro modo: teme no ser de ese otro modo y está intentando constantemente que los demás no lo noten. Por lo tanto cuando uno ama y se entrega, entrega su inseguridad, su deseo de vivir protegido. Y cuando lo ha entregado todo, desaparecen instantáneamente todas las formas de temor.

Repito una vez más la recta infalible contra ese estado negativo que llamamos inseguridad, temor, timidez, miedo, celos, recelo, etc., es decir, contra toda la gama de formas que adopte la inseguridad interior, es amar y amar del todo.

El amor profundo, formación total

Del amor se ha hablado tanto y todos tenemos tantas experiencias del amor, que a cada uno de nosotros nos parece que sabemos qué es el amor y los demás no. Yo diría que lo más importante es aprender a distinguir cuándo el amor tiene un carácter superficial, aunque sea intenso, y cuándo tiene un carácter profundo. El amor no se puede medir por su intensidad, porque la intensidad depende sólo de la carga energética que lleve. Lo que da calidad al amor es su profundidad, o sea el centro desde el que procede. Hay personas a las que vemos muy apasionadas, especialmente jóvenes, adolescentes y chicas. Poseídas de un frenesí, de una intensidad y de una pasión ardiente. Parece que allí hay una gran cantidad de amor. Lo que sí hay es una gran cantidad de apasionamiento, de pasión, también algo de amor y mucho de ilusión. Pero aquel amor no es profundo, y porque no es profundo es inestable.

Cuanto más externo, cuanto más superficial es el amor, depende más de las formas concretas, definidas. Cuanto más profundo, va más allá de las formas, está más liberado de todo lo que son circunstancias concretas. Por eso cuando decimos que hemos de amar a Dios del todo, no significa que nuestro amor ha de ser como una caldera hirviendo, con mucha presión interior. Queremos decir que se ame desde el fondo. ¿Cómo se consigue llegar hasta el fondo? Estando despierto mientras se ama, no dejándonos apoderar por la fuerza emotiva, ni por las asociaciones que la emoción prende en nuestra mente, tratando de ver claro lo que sentimos y de abrir más y más esto que sentimos, sin dejar al mismo tiempo de mirarlo, repitiendo el acto de amar, el gesto interior de amar y siguiendo mirando lo que sentimos, nuestro mismo acto de amar.

Siempre que amamos de un modo superficial hacemos interiormente un gesto de apretar y de hecho apretamos algo por dentro. Cuando el amor es profundo quizás se aprieten también cosas por dentro, pero la profundidad del amor está más allá de las cosas que podamos apretar. El acto supremo de amor es la entrega total, y cuando hacemos una entrega total no apretamos nada, lo entregamos todo. Por lo tanto el verdadero amor superior, este amor de entrega a Dios, no requiere en nosotros ninguna intensidad, sino sólo una gran apertura, porque sólo abriendo lo que cerramos, podremos descubrir y vivir lo que hay detrás de lo superficial. Y así es como vamos ahondando en nuestro interior, abriendo, abriendo, deshaciendo, entregando, no apretando.

Esto que decimos respecto al amor a Dios es también aplicable en un grado menor al amor de una persona respecto a otra. La esposa que ama mucho a su marido y le parece que para amarle mucho necesita apretarle, estrujarle mucho, vive el amor, al menos en este punto concreto, en su faceta personal, emotiva, incluso vital, no hay duda; pues es evidente que cuanto más le apriete no le amará más, aunque sí expresa más esta faceta personal y concreta del amor. Pero el amarle más depende de lo que sea capaz de entregar, no de lo que sea capaz de apretar y por lo tanto de coger.

Existe una analogía entre el gesto físico de coger, de apretar, retener y poseer, que es la tendencia a unir físicamente para sentir interiormente, con la actitud interior del amor superior. Uno aprende a amar más en la medida en que exige menos, que pide menos cosas, que desea poseer menos, pero que da más. Pone su felicidad en el hecho de amar, de vivir ese amor de un modo centrífugo, centrado en la vivencia de amar, que es un proceso dinámico por naturaleza, nunca un acto de posesión, ni de acumulación. La posesión, incluso en el aspecto físico, es un accidente, necesario pero no esencial. Dos personas que se aman mucho no pueden vivir siempre abrazadas la una a la otra. Necesitan abrazarse, pero después tienen que soltarse para que cada cual vaya viviendo su vida y pueda respirar de vez en cuando.

Este hecho tan gráfico que ocurre en el aspecto puramente físico es una expresión de lo que afirmamos. En el amor superior las formas no se han de poseer. En un momento dado han de actuar y de interactuar, pero lo esencial del amor no consiste en esta posesión, en esta adhesión, sino en un proceso constantemente renovado de entrega, de expansión, de irradiación. No tengamos miedo de darlo todo interiormente. Cuando más nos demos, más llenos quedaremos por dentro.

Hay personas que cuando aman viven el amor como un derecho a exigir y poseer. Lo han visto siempre así en la vida diaria, y, sobre todo, es ésta la forma en que se presenta al público en el cine, y creen que el amar da derecho a exigir, a poseer, y que a este derecho responde una obligación por la otra parte de dar y entregar lo que se pide. El amor en su aspecto personal, en el sentido contractual del matrimonio, sí da unos derechos, pero en su sentido interno, profundo el amor no da ningún derecho, sólo otorga el derecho de amar, pero de ningún modo el derecho de recibir algo a cambio. El amor en sí mismo es suficiente recompensa. El hecho de poder amar, de poder vivir lo que uno es interiormente constituye la mejor recompensa que pueda desearse. Nada hay que llegue a igualar la plenitud, la fuerza, la vida interior que la persona llega a tener entonces. Por eso son falsas las ideas antes citadas que andan hoy en boga y que han llenado tanta literatura de tema amoroso. Todos los dramas de amor pueden ser ciertos en el mundo puramente elemental, en nuestro mundo pequeño, centrado en el yo, donde «yo» doy a cambio de que me den. Aquí es natural que si nos falla el «recibir», vivamos este hecho como un drama. Pero siempre ocurre esto porque la persona vive a medias su capacidad. Podemos observar que, siempre que una vida humana ha conseguido cierta grandeza y plenitud interior, ha vivido esta manifestación superior del amor en un grado más o menos perfecto, pero con capacidad de entrega, en actitud centrada en el otro, que es un modo de vivir centrado en Dios.

El que quiera trabajar en Yoga ha de vivir centrado en sus niveles espirituales. De lo contrario no es Yoga. Podrá ser una adaptación hecha por un autor occidental, pero el Yoga busca siempre esta realización plena de sí mismo, vivir la naturaleza espiritual que somos. En la vida afectiva podemos llegar a vivir esta naturaleza espiritual en el medida en que nos acercamos y nos unimos y realizamos la identidad que hay con Dios. Quiero decir que al hablar de Yoga no hay más remedio que hablar de esto, y todo lo demás brota naturalmente como simple derivación.

EJERCICIOS PRÁCTICOS

 yogui en vrkshasana
Primero y ante todo es necesario entender bien todo lo explicado, reflexionar sobre ello, aclarar íntimamente su significado. Sólo después se está en condiciones de empezar la parte práctica, los ejercicios.

1) Oración

Aconsejo hacer diariamente por lo menos diez minutos de oración. Esta oración no consiste en recitar determinadas oraciones. Si uno quiere hacerlo, está bien; no hay nada que objetar. Pero lo que importa y hay que aprender es hacer de la oración o conversación con Dios algo vivo. Si vamos a ver a un amigo y nos gusta charlar con él, ¿por qué no hemos de disfrutar charlando con Dios, que es el mejor amigo? Si cuando estamos de buen talante y nos encontramos, al llegar a casa, con que todos están de muy buen humor, disfrutamos hablando y gastando bromas. ¿Por qué no hacer esto también con Dios? El está siempre de buen talante. Si cuando hemos estado enamorados nos gustaba tanto permanecer con la persona que amábamos y decirla mil cosas que en frío parecerían tonterías, ¿por qué no hablar así también a Dios, gozándonos de estar a su lado? Vayamos recogiendo todas las experiencias positivas de nuestra vida corriente en el terreno afectivo y apliquémoslas a nuestras relaciones con Dios.

Se trata de establecer nuestra relación con Dios de un modo claro, directo, vivo, no vagamente, como con un ser impersonal. La oración debe ser una expresión espontánea, total de lo que uno siente, de lo que quiere, de lo que teme, de toda la gama de vivencias que existen en nosotros. No hemos de seleccionar lo que decimos a Dios ni nuestra actitud para con El. Que brote como el agua de un manantial, de un modo espontáneo y transparente en el que pongamos todo lo que somos, sin tratar de ocultar ni olvidar nada. Cuanto más profundo, más sincero, más espontáneo e intenso sea lo que expresamos a Dios, más auténtica será nuestra relación con El y mayor valor tendrá.

Lo que nos pide Dios es autenticidad. No nos pide compostura, ni educación, ni unas fórmulas previstas. Nos pide nuestro ser. Por tanto, cuanto más espontáneamente vayamos a El y charlemos con El y nos relacionemos afectiva y mentalmente con El y le abramos nuestra persona en todos los sentidos, tanto mejor.
Así hemos de hacer esos diez minutos de oración.

2) Durante el día

Aconsejo la repetición constante de una frase, que en la India los yoguis llaman «japam». Se trata de un «mantram» o frase que encarna el ideal de lo que uno quiere llegar a vivir o la verdad que uno quiere llegar a realizar. Normalmente la da el «gurú» o maestro de Yoga. Pero se puede recurrir a frases o «mantrams» universales, que por el hecho de ser universales son los mejores. Por ejemplo, la definición que San Juan da de Dios: «Dios es amor». ¡Qué frase más completa para quien la entiende y trata de intuirla! Si para alguien esa frase no resultase suficientemente viva, que se busque otra. Leyendo los Evangelios u otras obras de elevada espiritualidad o de autores que hayan sido personas interiormente realizadas, encontrará frases apropiadas: irá leyendo y de repente habrá una que saltará del papel hacia él. Esa es la que conviene escoger. Cuando hay espíritu de investigación, ganas de buscar, apenas hace falta más que abrir el libro y aparece la frase apropiada.

Pues bien, hay que aprender a repetir esta frase constantemente. La eficacia de la repetición consciente o «japam» obedece a varias razones el japam produce en primer lugar un monoideismo, o fijación en una idea única, y esta exclusividad por un lado tiende a evitar los vagabundeos de la mente, las ideas errantes que están constantemente yendo y viniendo, y por otro produce una fijación de la idea que para nosotros es clave y en la que queremos ahondar. Y por lo tanto facilita el que podamos centrarnos en ella y profundizar cada vez más en nuestro trabajo espiritual.

Además, sobre todo si se utiliza esta frase también en la meditación, se va cargando poco a poco con la fuerza de nuevas vivencias y enriqueciendo con una energía que aumenta su eficacia. Si digo «Dios es amor», la palabra «Dios» evoca en mí una noción cada vez más viva, más intensa de lo que intuyo de Dios. Al meditar la palabra «amor», toda mi capacidad afectiva y todos mis recuerdos y experiencias de amor se van asociando a esta palabra. Por lo tanto cuando digo «Dios es amor», esta frase despierta en mí todo un mundo de resonancias. No son ya sólo las palabras, ni la idea fría que encierra la frase; es todo mi mundo interior positivo el que aprendo a movilizar a voluntad y por consiguiente aumenta la capacidad de profundización en mí mismo y el trabajo interior se hace de un modo más directo.

Quizás alguien se asuste al pensar que tiene que repetir siempre lo mismo, como si sufriera una especie de obsesión. En la India le responderían que sí, que en efecto, se trata de una obsesión. Aquí en Occidente nos hablan de que hemos de huir de las obsesiones como de un peligro; en la India nos dirían: la locura es muy mala, pero hay una locura buena del todo que es la locura de Dios, la obsesión de Dios. Es una obsesión en buen sentido, que no excluye a los demás, sino que incluye a todos dentro de esa base y centro común que es Dios.

En la India hay varios textos de Yoga que afirman que quien repite el «mantram» constantemente durante un tiempo determinado llega con absoluta certeza a la realización espiritual. Porque el hombre tiene el poder de evocar la fuerza que hay detrás de una palabra cuando la repite con dedicación, con atención. Aunque durante el día muchas veces se haga mecánicamente, cuando a ratos se vitaliza su contenido, se penetra un poco más en él y produce al final el estado de realización. La persona entra dentro de la cosa misma que está meditando y el propio centro es el mismo. Es el chispazo de la realización, algo que sólo se entiende bien cuando se experimenta.

UNIFICACIÓN DEL TRABAJO INTERIOR

Si una persona practica autocondicionamiento, técnica de la que hablaremos luego, sobre una cualidad determinada, en realidad puede repetir el «mantram» que quiera, pero le aconsejaría que centrara su objetivo en una sola cualidad. Siempre conviene trabajar sobre un único punto, desde todos los ángulos posibles y con toda intensidad. Es decir, a través de la autosugestión, del «japam», de la oración y de las demás técnicas que propongo en esta y otras obras mías. Cultivar siempre una sola cosa, aquella que, dado el conjunto de circunstancias personales, sentimos que es la más importante para nosotros. Porque ésta, en el fondo, es la que constituye nuestra perspectiva en la visión de Dios que tenemos. Nadie puede decir, por ejemplo, «Dios es amor», y repetirlo con óptimo resultado, si por otro lado está pendiente de llegar a conseguir una mayor claridad mental, porque tal vez esto le preocupa extraordinariamente y constituye un problema que lleva arrastrando durante quince o veinte años. En realidad entonces el objetivo a alcanzar que se formulará en él si escucha en su interior será: «Dios es la verdad absoluta», o «Dios es la verdad de las verdades». Y deberá trabajar en esta línea, no en el aspecto de «amor».

La cualidad fundamental que uno quiere desarrollar está siempre en relación con la visión que tiene de Dios, porque es el punto personal más sensible y este punto guarda correspondencia con el punto de vista desde el que mira ordinariamente a Dios.

Por ejemplo, si nuestro problema es de inseguridad, quizás tendremos tendencia a repetir: «Dios es amor», porque tomamos el amor en el sentido de protección: Dios que me ama, me protege. Pero si captamos un poco más profundamente el significado de nuestra inseguridad entonces no nos contentaremos con este «Dios es amor», en el sentido de protección, sino que buscaremos: «Dios es amor y energía», o quizás: Dios es energía». Por eso digo que se trata de una investigación que cada uno ha de hacer personalmente. No se puede dar una fórmula para todos. Cada cual tiene que buscar la que está hecha más a su propia medida.

No obstante, en las cosas fundamentales, vamos a parar siempre a un punto donde sólo hay dos o tres variantes. Todo oscila alrededor de: «energía», «inteligencia», «amor». Los demás puntos son derivados de éstos, como cualidades interiores. Cualquier otra cualidad que queramos incorporar o que veamos en Dios se deriva de una de estas tres: Dios como energía, potencia o voluntad, fuerza, vigor, coraje, valor, etc.; o Dios como amor, y dentro aceptación, ternura, etc.; o Dios inteligencia y por lo tanto como verdad, valor-idea, razón de ser, realidad, etc.

Quien medita sobre la belleza absoluta en el sentido impersonal va incorporándose más y más esta cualidad como estado interior, y poco a poco lo transmite al exterior. No quiero decir, claro está, físicamente en el sentido de que se le forme una cara nueva, ni mucho menos. Pero vemos muchas veces que hay rostros incluso feos según el canon de belleza de moda, y no obstante irradian belleza en otro sentido, que es tanto o más atractiva que la belleza puramente física. Es el resultado de vivir interiormente la alegría, el optimismo, es decir, esta belleza interior de que hablamos: a Dios como belleza absoluta. Y esto sí se puede desarrollar.

Conseguirlo es labor de toda una vida. Pero si se considera en serio es lo único que de verdad justifica toda una vida. Todo lo demás nos ilusiona, nos gusta, nos proporciona un instante de placer, pero sólo permanece sin miedo al tiempo el trabajo interior profundo.

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